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Tras recorrer la mayoría de tabernas de Asgard y no encontrar consuelo ni en la hidromiel ni en la violencia, medio borracho y magullado, con un ojo hinchado y una brecha en la cabeza producto de un sillazo traicionero, Heimdall decidió encaminar sus torpes pasos hacia el puente de Bifrost. Casi se perdió en las laberínticas calles y tardó el triple de tiempo que hubiese tardado en encontrarlo si se hubiese hallado en mejores condiciones, pero al final lo vio delante de él y por un momento olvidó todos sus problemas, extasiado ante su belleza, y el alcohol se disipó de pronto al acudir a su mente una eternidad de recuerdos.

El Arco Iris empezaba en unos dorados portones que siempre estaban abiertos, tan inmensos que cabía un ejército por su umbral, y se extendía hacia el infinito, más allá de los sueños y la realidad, atravesando universos enteros y océanos de tiempo, hasta alcanzar Midgard, la tierra de los hombres, donde aparecía sólo los días en que coincidían el sol y la lluvia. Heimdall sabía por experiencia, de tanto mirarlo en su nueva existencia mortal, que el Arco en Midgard apenas tenía consistencia, era apenas un brochazo de colores en el cielo, pero allí era diferente. Allí Bifrost brillaba con toda su fuerza, los colores podían cegar a quien no estuviese acostumbrado al esplendor divino, y era sólido y fuerte bajo los pies. La leyenda decía que los ejércitos del Muspellheim lo destrozarían con su peso en el Ragnarock, pero Heimdall lo dudaba. Dudaba de que incluso Mjolnir pudiera romperlo.

No es necesario decir que Heimdall estaba orgulloso de Bifrost. Fue concebido para estar allí. Odín mismo le dio la sagrada tarea de su custodia, tarea que él había cumplido con agrado durante incontables eones, hasta que de tanto observar a los hombres sintió envidia de ellos.

Volver a pisar Bifrost le trajo a la memoria miles de anécdotas y un sinfín de batallas: el día en que Odín, disfrazado de mortal, regresó en un estado muy parecido al que él tenía ahora después de días de juerga en Midgard; la lucha contra Surtur, el rey de los demonios; o cuando tuvo que abandonar la guardia para ayudar a Tyr a encadenar a Fenris, el gigantesco lobo del Abismo. Sí, tantas historias... Y cuando no sucedía nada sus ojos exploraban el universo entero, buscando peligros y verdades entre las lejanas galaxias y los parpadeantes quásares. Sus ojos ya no eran tan agudos. Ni siquiera estaba en condiciones de soportar una pelea decente...

Ahora el guardián del puente era un monstruoso dragón de escamas plateadas llamado Pfadragg que el rey de los dragones de Arimaspia regaló a Odín como tributo. Tenía unaspecto feroz y carecía de curiosidad, cosa que después de lo sucedido con Heimdall era casi obligatorio para ejercer la guardia. El exiliado dios sabía que a Pfadragg tarde o temprano le sucedería lo mismo que a él. Tampoco Heimdall era curioso antes.

Se presentó al dragón, que cortés le cedió el paso y le advirtió de la conveniencia de no alejarse mucho.

—Y más en vuestro estado, mi señor —añadió. Eso hundió aún más a Heimdall. Que hasta un dragón se diese cuenta resultaba lamentable.

Caminó por el Bifrost durante unos minutos, empapándose de sus colores, y observó los cielos desde aquel lugar privilegiado: estrellas brillando, mundos girando alrededor de ellas, nebulosas enteras desplazándose por el vacío... Quizás aquélla fuese la última vez que contemplase aquel espectáculo glorioso, así que se sentó en el borde mismo del Arco a disfrutar de su visión.

Con sus sentidos embotados por el alcohol, no notó que alguien se acercaba hasta que una mano se posó en su hombro. Sin embargo Heimdall no se sobresaltó, sólo giró la cabeza para reconocer a su acompañante y sonrió. La barba pelirroja y la sonrisa franca eran inconfundibles.

—Había oído que estabas aquí, amigo mío —dijo el recién llegado. En su diestra enguantada, como siempre, sostenía el Mjolnir, el mazo Uru, símbolo de su poder.

—Thor, cuánto tiempo...

—Mucho, es cierto —reconoció el dios del trueno, y se sentó a su lado—. Tuvimos poca ocasión de hablar cuando te marchaste. ¿Quieres hacerlo ahora?

El dios de la luz volvió a mirar al cielo.

—¿Por qué todo es tan complicado, Thor? ¿Por qué la vida no es más sencilla?

Thor resopló y se puso a mirar también al cielo.

—Joder, Heim, vaya preguntita...

—¿Por qué estás mandando contra mi pecho esos relámpagos, hermano? Me duelen tanto...

El heredero de Asgard arqueó una ceja y se rascó la cabeza bajo el casco que la protegía.

—Estás borracho, amigo. —Decidió levantarse, se caló a Mjolnir en el cinturón y ayudó a Heimdall a incorporarse—. Ven, que lo que a ti te pasa se cura con una buena litrona...