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Heimdall entró en la Sala del Trono, paso firme y decidido. Los guardias no le habían impedido el acceso, cosa que temió en un principio, y le pareció una buena señal del estado de ánimo de su regio señor. Allí no había más ley que su palabra, todas las cosas se plegaban a su voluntad, así que tenía una oportunidad, una sola, para estar a solas con él.

Le vio sentado en el trono de piedra desde el que había dominado el universo durante una eternidad, pero aunque ya no era así, aunque la mayoría de los seres vivos ya no le adoraban y habían olvidado el juramento de lealtad que le hicieron en el comienzo de los tiempos, seguía irradiando un poder y una nobleza infinitos. Parecía abstraído en sus pensamientos, apoyada la densa barba blanca en la mano izquierda, que a su vez descansaba en el reposabrazos del trono. Quizá su mente estaba ahora visitando alguna lejana nebulosa en el confín del espacio y no había notado la presencia del antiguo centinela de Bifrost, pero el propio Heimdall lo dudaba. Se acercó a él sin aminorar la marcha en ningún momento y sin disimular el ruido de sus pasos. Odín, Padre de Todos, no hizo el más mínimo gesto.

Heimdall sabía que sólo por estar allí estaba desafiando a su rey. También sabía que en cualquier momento un rayo podía salir de cualquier parte y fulminarle, que con sólo levantar una mano él podía desaparecer para siempre de la memoria de hombres y dioses y entonces le sería negado el paso hasta en el helado infierno de Hel.

Entonces Odín habló, su voz un trueno que llenó toda la sala:

—¿Por qué has venido, hijo infiel? ¿Acaso te has aburrido de la vida entre los mortales?

El que antes fuera el guardián del Bifrost, el puente que unía el cielo y la tierra, se detuvo ante el trono y se enfrentó al creador del universo. Odín levantó la mirada. Su único ojo ardía de cólera, con una intensidad que ni siquiera podían igualar las llamas que ardían eternamente en el Muspellheim, el Hogar de los Destructores del Mundo. En alguna parte toda aquella rabia volvía al hermano contra el hermano, provocaba matanzas y destrucción, engullía sistemas estelares en un paroxismo de violencia. Heimdall se sintió culpable de provocar tanto sufrimiento.

—Nunca me aburriré de esa vida, mi señor —contestó el dios caído—. Los mortales tienen cosas que nosotros perdimos hace milenios: ilusión, esperanza, valor auténtico...

—¡Los mortales no tienen nada! —rugió el señor de Asgard, y un rayo iluminó los cielos crepusculares de aquel reino fuera del tiempo y el espacio. Junto al trono descansaba la legendaria lanza Gungnir y Heimdall temió que su mano la aferrase.

—Heredarán el cielo, mi señor —prosiguió el guerrero, sabiendo que su osadía podía costarle cosas más importantes aún que la vida, y recordó a Loki retorciéndose en el Abismo bajo las fauces goteantes de Jormungand.

Pero Odín ignoró la provocación. En el fondo sabía que el exiliado centinela tenía razón, y contaba los días hasta la llegada de Ragnarock, que sabía muy próximo.

—¿Eso es lo que buscas, Heimdall? ¿Heredar el cielo? ¿No te bastaba con protegerlo?

—Busco conocimiento, mi señor. La verdad. Estoy muy confuso...

—La verdad no existe.

—Pero tú lo sabes todo. Tienes el conocimiento y la memoria.

Al oír sus nombres, dos formas oscuras cruzaron la sala como relámpagos y se posaron entre revoloteos en los hombros desprotegidos del dios de las matanzas nórdico. Eran Huggin y Munnin, los cuervos que revelaban a Odín todos los secretos.

—¿Cómo sabes que ellos te dicen siempre la verdad, mi rey? ¿Cómo puedes tomar decisiones que afecten a todo el universo sólo por lo que te dicen esas criaturas?

—Porque confío, Heimdall, y la confianza es más importante aún que la verdad.